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Juegos literarios

11/6/2011

 
Por David Núñez

Fermín Carrizo era un escritor dueño de algo que podría llamarse un talento excepcional. Tan excepcional, sin embargo, que si uno lo analiza en detalle, también podría considerarse una cualidad francamente peligrosa e incierta. Al cabo de unos pocos años de solitaria labor literaria, Carrizo comenzó a caer en la cuenta que su literatura de una u otra forma siempre terminaba convirtiéndose en realidad. Pero no en una realidad subjetiva o interpretativa, sino en muchos casos en una realidad bastante concreta y detallada.

Primero fue el viaje a la India de su prima Cecilia y su encuentro amoroso con un periodista inglés, argumento de una de sus primeras novelas.
Después fue el robo en su casa de la costa, incidente en el cual lo despojaron de un disco de vinilo que él había robado a su vez de una exposición de música antigua, relato que ganó el primer lugar en el concurso de cuentos de la Universidad Central de Costaluna.


En un principio Carrizo se negó a creer lo que leía, asumiendo que sólo se trataba de sugestiones suyas y malos entendidos. Llegó a pensar que quizás necesitaba ayuda sicológica, alguien que lo golpeara en el rostro y lo hiciera despertar justo antes de caer al abismo. Con el paso de las horas, sin embargo, no le quedó más remedio que mirar el vacío y asumir lo evidente. Pequeños gestos, contradictorios detalles en la conducta de Teresa y Ernesto y que él ya había escrito previamente en diversos pasajes de sus libros, terminaron por convencerlo que su literatura no mentía.
Luego de examinar los hechos llegó a la conclusión de que la única forma de librarse de todo aquello era mediante su propia literatura. A Teresa, pese a todo, la amaba y aún sentía ese pujante deseo de acariciar su espalda cada mañana. En la lectura que hacía de su obra, a su mujer la personificaba siempre como una víctima pasiva, como una flor que se dejaba llevar inocente por el viento que soplaba con mayor colorido. Con Ernesto la situación era distinta. A su hermano lo había llegado a odiar con una pasión que el mismo desconocía, y que parecía no caber en los estantes de ninguna biblioteca. Como sucede con la mayoría de los arrebatos pasionales, tomó la decisión de matarlo de un momento a otro, sin siquiera discutirlo consigo mismo, sin siquiera considerar las implicaciones morales de aquel acto. El asesinato debía ser literario, una ficción que se vuelve realidad, un suicidio, se dijo, para que nadie sospechara de él y en lo posible con muchas personas de testigo. Algo circunstancial donde nadie pudiera vincularlo directamente.

Esa misma noche tomó lápiz y papel y desarrolló el argumento: la próxima semana Fermín y Teresa celebrarían su décimo aniversario de bodas en la casa de campo de la tía Marta. Según era tradición, toda la familia estaría presente, incluyendo su hermano. Cerca de la medianoche, Ernesto, tras ver a Teresa y Fermín toda la velada juntos, se dirigiría al baño y se echaría a llorar frente al espejo. En ese mismo lugar encontraría un frasco lleno de sedantes que el propio Carrizo dejaría allí la noche anterior. Deprimido por no poder estar con su amante, ofuscado por no ocupar un lugar más permanente en la vida de Teresa, Ernesto ingeriría todos los sedantes del frasco, uno tras otro, como en una coreografía. Cinco minutos después el tío Benjamín lo encontraría en el suelo del baño. A Ernesto lo llevarían de urgencia a un hospital, pero ninguna maniobra podría evitar que media hora más tarde lo declararan muerto de un paro respiratorio.

Fermín escribió el argumento de forma impecable y luego guardó el manuscrito en su escritorio, en un cajón bajo llave. Miró por una ventana y notó que comenzaba a oscurecer. Se sobrecogió al sentir una especie de alivio que no había experimentado antes.

Durante aquella noche la celebración transcurrió con normalidad: los invitados comían y bebían en abundancia, los niños corrían y saltaban por los pasillos de la casa, Teresa se mostraba preocupada por los detalles, Fermín disimulaba una falsa tranquilidad y Ernesto solo, en un rincón, fumaba. Las miradas de ambos no se cruzaron en toda la noche; un tibio abrazo a la llegada de Ernesto había sido todo el acercamiento entre ambos hermanos en más de tres meses. A esa altura del juego para Fermín ya no existían odios ni remordimientos, sólo un extraño sentimiento de justicia que lo invadía con dudoso placer. Cerca de la medianoche, y mientras todos conversaban alrededor de la chimenea, Ernesto se levantó de la silla donde conversaba con el abuelo Pepe y se dirigió al baño. Fermín lo siguió con la vista, solapadamente, a la espera que la escena final se representara en su totalidad. Sintió que sus pulsiones subían y que se le dormían los brazos y las piernas. Apenas lograba sostener la copa de vino que mantenía entre sus dedos. Deseaba que todo ocurriese rápido, deseaba ya estar en la semana siguiente, todo consumado. Luego de cinco minutos insufribles, y mientras preveía que el tío Benjamín debía estar encontrándose con el cuerpo de su hermano, vio a Ernesto reaparecer con total calma en medio de la sala, incorporándose como uno más a la reunión, a la conversación con el abuelo Pepe y a la vida material de la que ya debía haber partido.

Lo primero que pensó Carrizo fue en los sedantes. Recordó perfectamente haber dejado el frasco con pastillas a la vista de cualquiera, tal como lo escribiera la semana anterior. Pensó que alguien pudo cambiarlos de lugar o de contenido y haber echo que todo variara, que la historia tomara un rumbo insospechado. Se levantó del sillón donde estaba junto a Teresa y caminó torpemente hacia el baño. Encontró el frasco con sedantes donde él mismo lo dejara la noche anterior. Las pastillas estaban todas dentro del envase de plástico y no parecían haber sido desplazadas por ninguna persona. No entendía qué había fallado. Pensó en ir a su estudio, abrir al cajón bajo llave y modificar el argumento, hacer que las aguas volvieran a su cauce. Pero era una idea absurda, el argumento estaba en el escritorio de su estudio, en la ciudad, a cincuenta kilómetros de la casa donde se hallaba en ese momento. Sintió de pronto el peso de la fatalidad. Sin darse cuenta cómo se sucedían las cosas, se vio a sí mismo llevándose los sedantes a la boca uno tras otro, lenta e inexorablemente. Intentó oponer resistencia, pero fue en vano, su voluntad terminó por quebrarse. Sin más resguardos, vio ahora como bebía un vaso con agua que estaba en una de las repisas, que no había visto antes y que por la frescura del líquido se podía inferir que había sido puesto allí hace muy poco. No entendía porqué actuaba así, porqué no podía evitar seguir devorando sedantes y más sedantes. Tampoco entendía porqué al cabo de un minuto estaba en el suelo, advirtiendo que se hundía y con la brumosa cara del tío Benjamín tratando de decirle algo que escapaba a su razón. No podía saber que su vida había sido un relato con final trágico. Un juego de la imaginación y la envidia. No podía saber que su don de escritor profeta no era algo propio y exclusivo de él, sino un secreto compartido por toda su familia, heredado de generación en generación. No podía saber, no debía saber, que estas páginas habían sido escritas por Ernesto, su hermano, muchísimo antes de que él sospechara nada. Muchísimo antes que él intuyera o adivinara la desgraciada virtud que lo condenaría.

Mason Winters link
9/16/2023 07:44:22 pm

Hello nice post


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