Por C. Gerardo Perla Conocí al señor Utnapishtim cuando, yo Egidio Gamesh es mi nombre por cierto aunque todo el mundo me dice Gil, así que por favor, a usar el hipocorístico que en confianza estamos, y, habiéndome mudado desde mi truncado tiempo como estudiante de La Sorbona a una casa por poco en ruinas en el 12 de la rue Wilhelm Kostrowicki en el pueblito de Lésigny, a una media hora al sureste de París, debido a la muerte de mi mejor amigo, Edmundo “Enkidu” Cañas, un pobre emigrado salvadoreño que luego de más de diez años limpiando mierda en Francia pudo regresar a su ingrato país de nacimiento con la provechosa idea de finalmente traer a su mujer e hijos para darles una vida mejor en Europa cuando, recorriendo sin duda con nostalgia las calles sucias de su antigua colonia de champas en San Salvador, llegó hasta un parque que le dicen los nativos “El Bosque de Cedros” adonde un pandillero, “marero” es el nombre vernáculo, que le apodaban el “Toro”, entiéndase que en El Salvador todo el mundo parece tener un apodo vistoso y es que tratamos tanto en parecernos a los cariocas para que se nos pegue algo y así poder ir a los mundiales de fútbol a los que nunca vamos por cierto y cuando a última hora lo hacemos nos meten 10 goles en un sólo partido, y, no sólo lo asaltó pero de la misma manera asestándole 20 furiosas puñaladas, así pues pareció que fue una cuchillada a cambio de cada uno de esos 20 pinches dólares que llevaba consigo dentro de la billetera… si bien algunos cuentan su asesinato fue por la facinerosa voluntad de una mujer de la mala vida, de una tal Juana Ishtar, o mejor conocida a fin de que la “diosa golosa” por no haber querido aceptar en un tiempo ya remoto sus sicalípticos avances. Pero de modo que ya lo dije, conocí al señor Utnapishtim cuando viviendo en Lésigny, en esa casa cuasi en ruinas que no era mía pero el tesoro terrenal de quien fuera en vida mi mejor amigo, y, que una vez interfecto, yo me decidí habitar y dejar todo mi reino y mundo, por así decirlo, para custodiarla si bien deprimido por su injusta y trágica defunción, era una especie de anhelo suicida que yo tenía, ya que, en primer lugar, pensé remodelarla como era su idea original, y, por esto hasta dejé de estudiar, consecuencia que por ello perdí la renovación de mi “carte de séjour” que le llaman, a la muy puta visa francesa para residir en el país más de tres meses, pero, como bien saben o al menos imaginarán, el dinero no abunda cuando uno es desempleado, y, una paria, los utillajes para enderezar y retocar un domicilio nadie te los regala, y, bueno, literalmente de pronto cansado de mi endémica falta de dinero que me ahogaba, como un inacabable diluvio de desconsuelos, pues, mi familia hasta cortó de cuajo conmigo pensando me había vuelto instantáneamente maricón según ellos por esa perniciosa influencia de liberalismo europeo, decidí un buen día ir hasta la “Mairie” o sea al Ayuntamiento en buen castellano, a poner un anuncio, pagado éste por poco con puras monedas de 20 céntimos de euros que tenía ahorradas, y, metidas en un calcetín viejo con una suerte de monstruo con cara de león y dientes de dragón mal bordado sobre la porosa tela blanca, en la revista del pueblecito ofreciéndome a podar, el césped de los muchos jardines que hay en Lésigny, y, a precios de esclavitud: así fue que me atreví, siendo en el momento más ilegal en Francia que la cocaína, a dejar no sólo mi nombre, pero, de la misma manera el número de teléfono de casa, suerte tuve que aún no lo habían suspendido por falta de pago, y, no el del móvil “Orange” de esos baratos de tarjeta prepago que, conservaba todavía de mi desmochado, y, que me parecía con el acompañamiento de un nostálgico suspiro, pretérito, tiempo como estudiante de La Sorbona, y, por una recomendación expresa de la burócrata pálida, y, narigona que me atendió, diciéndome que así, mis potenciales clientes sabrían que vivo en Lésigny, y, que en definitiva no era gitano o portugués en el mejor de los casos, así que fueron los dos provocativos ejemplos que la muy racista damisela esgrimió, nada curioso que tuviera propaganda del Frente Nacional, un sonriente Jean-Marie Le Pen abrazando a su hija, cuan dos gotas de agua estancada, sobre el escritorio. Una bienandanza, la verdad, que no adivinara que soy más extranjero que Sarkozy, aunque, mi acento me delata míseramente eso sí, y, quizás le caí bien por algún motivo peregrino, pero bueno, esto muy poco importa, y, a las dos semanas apareció impreso por fin mi ofrecimiento dentro de un pequeñísimo rectángulo, y, ese: cero-uno, sesenta, cero-dos, treintaisiete, noventaicinco, para, que los clientes me llamaran, según yo, en borbotones, pidiéndome les podara el selvático césped de sus moradas: ah y me asaltó la codicia a último momento, y, por tanto agregué que rastrillaba hojas otoñales del mismo modo. Los primeros cinco días fueron de un ansia viva, del tipo que te mordisqueas sin cesar las uñas, y, de silencio del que apellidan sepulcral por tanto nadie llamó hasta que al sexto: un jueves, si yo bien lo recuerdo, cayó la primera llamada, y, poco me faltó para que me brincara el corazón por la boca. Era una anciana deduje por la voz áspera y gangosa a la vez, y, no cuajó la transacción porque con manifiestas ganas de regatear, lo primero que me dijo casi desde que levanté el auricular, fue que ella era pobre viuda, y, que mis precios de esclavitud le parecían demasiado onerosos. No crean que soy exquisito, no, para nada, es que si no la rehusaba, iba a gastar yo dinero en lugar de ganarlo, y, por esto fue que no llegamos a un acuerdo de esos que se llaman de mutuo beneficio. Y no tengo ni qué decir que esto me desalentó bastante, en consecuencia a este desmoronamiento apocalíptico de mi moral, y, me da hasta vergüenza tener que confesarlo, previniendo antes de que me importunara el hambre atroz de la pobreza extrema fui en consecuencia al supermercado miniatura que hay en Lésigny, y, compré dos bandejas de carne de esas que los franceses destinan despreocupadamente para alimentar a sus mascotas, sea perros o gatos, y, con unas papas más algunas cebollas que una muy cordial vecina me había obsequiado días atrás hice uno de esos sopones levanta muertos, y, hasta calculé de ojo que me llegaría a alimentar al menos tres días si le echaba suficiente agua, si bien la suerte me favoreció, por tanto, cayó una llamada, sería el sábado, como a eso de un cuarto para las diez de la mañana, pidiendo, mis servicios para ese mismo momento prometiendo pagar lo por mi parte demandado, y, como bien comprenderán, con este acústico maná llovido no sólo acepté, sino que por este oportuno telefonazo es que suspiré de modo que hombre que ha salvado por un pelo la propia vida. El señor Utnapishtim era un ancianito que a primera vista simplemente no podía bajar de los ochenta años, pero, que empero del inexorable paso del tiempo caminaba muy curioso me pareció, recto a manera de una regla no obstante eso sí, usaba de apoyo un elegante bastón con empuñadura de plata que tenía la forma de un león babilónico y con algunos grabados cuneiformes que sin preguntarle me tradujo con una sonrisa: “Sha naqba īmuru” o “Él quien vio las profundidades”. Y bien que ese primer sábado de labores me recibió detrás de la portezuela de la verja color verde que encausaba una vez abierta hacia la casa de tejas color salmón. Los jardines, propiamente dichos ya que las viviendas tienen antejardines, de las casas en Lésigny no lindan con la calle pero están en la parte trasera y en la mayoría de los casos son grandes extensiones de un color esmeralda cuando bien cuidados y por lo demás no hay necesidad de entrar a la casa para acceder a ellos pues rodeando la construcción basta. Si bien el señor Utnapishtim me guió y lo seguí, cargando mi cortacésped manual, y, comprado de ocasión a un amigo de un amigo que lo tenía tirado oxidándose en su desastrado jardín y de contado de algunas indicaciones siempre sonrientes el ancianito me dejó solo con el césped. El olor de la grama recién podada me es de lo más grato y evoca para mí ciertos recuerdos difuminados que a lo mejor no significan nada pero que me llenan de una serenidad inconmensurable no obstante suene de lo más melodramático. Pero bueno, que cortar el césped, bajo la fresca luminaria de una apacible mañana primaveral, hizo que me olvidara de todas mis penurias económicas al menos durante esa hora y media que duró todo el arduo proceso con el herrumbroso cortacésped de mi propiedad. Sudando y satisfecho opté por acercarme a la casa a pedir tímidamente algunas bolsas plásticas de basura para recoger toda la grama cortada con esas cuchillas rotativas que llevaban todo el impulso de mis brazos, de mi cuerpo entero y a lo mejor hasta de toda mi frustración de la misma manera. Toqué el vidrio de una ventana así que un apocado pájaro carpintero y como no recibía respuesta me atreví a llamarlo con un gritillo ralo de insignificancia y hasta me vi en la energúmena necesidad de atisbar a través del vidrio, por de contado impecable en cuanto a lo límpido quisiera agregar, para ver si el ancianito andaba cerca y era a secas un mero problema de edad que vuelve sordas de modo que piedras a las personas. Y justo al instante que iba a dar la media vuelta a la casa de tejas color salmón para tocar el timbre en la puerta principal, una ancianita sonriente salió al jardín, con una bandeja en manos ya que muy amablemente me traía un jarro con limonada y una hogaza de pan recién horneado a la par. Se presentó así que la esposa del señor Utnapishtim y yo le agradecí estando bastante cerca de las lágrimas por tanto no había desayunado y el hambre es uno de los peores padecimientos que existen en esta vida. Aún peor que la soledad en mi opinión. Aproveché la pausa para pedirle las bolsas plásticas que me las dio y recogido ya todo ese verde raspado del jardín el anciano salió vestido con una bata de baño y me pagó más de lo acordado cimentando en mi alma que el señor Utnapishtim no sólo era simpático pero un hombre justo además. Con lo que me dio tenía para comer toda la semana que venía y quizás hasta me abundaría para más si sólo vivía de sopas eternizadas con agua supuse lleno de alegría. Claro, las felicidades no duran por siempre, pero me estoy adelantando… Grande mi sorpresa cuando el siguiente sábado me mandó a llamar para hacerle algún que otro trabajito en su casa. Les di de comer, unos peces rosados con blanco, que tenía en un estanque algo profundo en el jardín y le ayudé a poner las cortinas en las tres habitaciones de su casa y creo del mismo modo que le limpié el horno de la cocina. Y siempre generoso como era me pagó más de lo convenido y por supuesto merendé el rico pan de la señora Utnapishtim y enjuagué mi apergaminada garganta con su especial limonada que no sólo me refrescaba pero me daba del mismo modo una paz que ya no sentía desde al menos dos años. El tercer sábado fue lo mismo. Una venturosa racha que concluyó cuando regresé a casa y, con dinero en mis bolsillos a más de una sonrisa como dicen de oreja a oreja, encontré a dos hombres con aspecto policial que llevaban la notificación de inminente desahucio. Tenía pues algo así como diez días para desalojar las ruinas de casa y, puesto que ya dije, la felicidad dura tan poco. Llamé a la familia de mi amigo informándoles de la pérdida de la casa si ellos no intervenían pero no tenían ni el dinero ni la fuerza para hacer algo, así que, me resigné y opté por dejar Francia por tierras menos hostiles y, yo, ni lento ni perezoso, me dispuse a finiquitar lo último en Francia antes de partir. Mi supuesto último sábado en Francia, y, como a eso de las once de la mañana, sonó el timbre de la casa y yo me levanté del suelo ya que ni una triste colchoneta había ya adentro más dormido que despierto a abrir casi jurando se trataba de un cobrador o de un burócrata impaciente con deseos de darme una patada a la calle antes de tiempo. Para mi enorme sorpresa era el señor Utnapishtim que venía a buscarme pues luego de insistir en llamarme por teléfono mejor optó por irme a buscar ya que no le cogía las llamadas como medio me reclamó. Fui honesto y, no sin un bochorno como cuchillada, le conté que no sólo el teléfono estaba más cortado que la cabeza del incorruptible de Robespierre pero que dejaba Francia definitivamente pues sin papeles una persona, por más decente que esta pueda ser, se convierte en un ser de limbo. Ni de allá ni de acá. Un apestado. Por siempre traspapelado entre un existir y un no existir. En poco más o menos escoria sino en escoria. ¡Y lo que me gustaba Francia hasta que llegó el enano de Sarkozy! El señor Utnapishtim sin inmutarse ante mis infortunios, no como ese que nunca los ha padecido pero muy al contrario de modo que ese que los ha ya sobrellevado todos, me pidió que lo siguiera con un gesto de cabeza mientras diciéndome: — Ven, te invito a comer.-- — ¡No quiero molestar!— le dije yo rojo de la vergüenza luego de un, para mí al menos, largo silencio de vacilación. — Nada de vergüenzas.— me dijo el señor Utnapishtim. — Sí pero…— le traté de responder tartamudeando. — Es que yo no quiero…-- — Nada, nada.— me dijo con su, poderosa me pareció, mano sobre mi hombro de pronto de lo más enclenque. Y por de contado, acabó convenciéndome con una muy fúlgida sonrisa pero eso sí, me di un duchazo al estilo guerrillero poco más o menos, para no ir a casa ajena y generosa con crasas legañas en los ojos. Descubrí desde el primer bocado que la señora Utnapishtim es una gran cocinera. No sé lo que me dio pero el sabor, más bien el cordial y refinado resabio de su gastronomía, de eso que me dio ni en este momento me abandona. Pero continuando, en seguida de comer, el señor Utnapishtim me propuso un último trabajito en su casa para que por lo menos me fuera de Francia con algo de dinero en los bolsillos. Cosa que le agradecí hasta la humedad de los ojos como bien se diría. Me dio a limpiar una de las habitaciones en el segundo piso y, la más grande de la casa (calculé al ojo que la recámara era de al menos unos 50 m2), la que utilizaba como una suerte de improvisada bodega. Y es que empecé mi trabajo con toda la presión que debió tener Heracles cuando le tocó limpiar los desastrados establos de Augías en un sólo día. Había cientos de cachivaches que clasificar así que se me ordenó. Y fue en aquel momento que supuso que el señor Utnapishtim debía de ser un acaudalado coleccionista de antigüedades pues ahí parecía haber un algo de todas las épocas de la historia. Encontré tablillas con, otra vez, grafías cuneiformes, un sistro egipcio, camafeos con la Égida, artilugios “Ab urbe condita”, crucifijos de Bizancio, códices del medievo, un esbozo de Da Vinci, una primera edición de Alexander Pope, un fonógrafo de Edison, una piedra lunar… y fue cuando al fin caí con el nombre… y aunque cause risa fue todo muy parecido a una repentina epifanía que asestó como un mazazo los interiores más delicados de mi cráneo… Utnapishtim… Utnapishtim… me dije dos veces con los ojos bien abiertos. Ceguera mía empero de mi, a lo mejor, muy desafortunado apellido, ¿no? No obstante, tal vez, mi apellido no sea con el que yo… Aquel llamado “el de los días remotos” quien sobrevivió el gran diluvio y fue premiado por los dioses con la inmortalidad. Y justo en ese momento fue que entró, digo yo, para medio supervisarme en las labores de inventario e imprudente como pocos, pues me atreví a quemarropa a preguntárselo y, él con una magnánima naturalidad que me estremeció más por lo sincero que por lo inconcebible de lo que yo proponía, me confesó que sí, “inmortal soy”, me dijo y yo le supliqué de rodillas y con llanto su secreto para… pero pronto, como si supiera leer mi pensamiento, me advirtió de lo más serio que su arcano no funcionaba como lo que despertó a Lázaro. Y es que los muertos, muertos están. Se escapan pues que agua entre los dedos. Pero yo insistí. Persuadiéndome que sabiendo el definitivo secreto de la vida eterna yo sería capaz de burlarme en la cara misma de la maldita muerte que todo se lo lleva antes de tiempo y él entre tanto me sonrió respondiéndome lo mismo que le debió de respondió al bizarro Istubar, quinto rey de Uruk, hace tantos siglos que el tiempo parece perder todo su sentido y en eso me entró una especie de vértigo y vino sin falta el desmayo por tanto perdí el conocimiento. Desperté de lo más inquieto junto a seis hogazas de pan curiosamente representando los seis días que me las pasé dormido. Y supe pues en aquel momento de hornera revelación que la inmortalidad se me escapaba como agua entre los dedos y es que recordé las advertencias del señor Utnapishtim sobre la indefectible mortalidad de las cosas. Derrotado me sentí. Sin embargo y por intercesión directa de su siempre compasiva mujer, éste me reveló, un tanto a regañadientes habrá que decir, otra forma de poder obtener la apetecida eternidad. Pero para echar a andar la rueda que gira por siempre en el tiempo tenía a la fuerza que regresar a París para enfrentar en solitario mi reto. Por medio de mi propia mano moriría lo efímero. De esto, estaba más que seguro. Rebuscando mi reflejo en las aguas pardas del Sena, desde la Île Saint-Louis y de reojo los enmohecidos arcos del puente Louis-Philippe, aferrado no sin miedo al inclinado árbol me preparaba a la cuenta de tres a zambullirme al río. Amarrado piedras a mi cuerpo para poner sumergirme con facilidad y obtener esa planta en el fondo que me daría la inmortalidad… — Y fue cuando te hallamos.— le dijo el primer policía. — A un paso del suicidio.— intervino en este momento el otro policía. El que conducía ese Peugeot 307. — ¡Que no, que no me quería suicidar!— respondió Gil abatido por el supuesto embrollo. — ¿Entonces?— le preguntó el primer policía. — ¡Inmortalidad! ¡Buscaba la inmortalidad!-- La risa uniformada no tardó en explotar… escribo pues desde el hospital con rejas, o sea, mero eufemismo de manicomio. Si se esfuerzan lo suficiente podrán oírme suspirar. Es que me lo han prometido. Si me curo me deportarán. Y si no me curo… también. C. Gerardo Perla (San Salvador, 1976) realizó estudios de Jurisprudencia y Ciencias Sociales en su país, además de la carrera de Comunicaciones y, cursó luego estudios de Historia en la Universidad de La Sorbona en París. Aficionado a la buena lectura, al cine en general y, adicto al anime y a la hibernación. Ha publicado en revistas electrónicas como ociozero.com y dosdisparos.com. EL SABOR DE LO HEROICO, su primera novela, será públicada por la española Editorial Alcalá Grupo (alcalagrupo.es). Pueden encontrar al autor en Twitter @CGerardoPerla y en Facebook http://facebook.com/cgerardo.perla
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