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El destino de las tijeras

12/12/2011

 
Por Paul Alonso, publicado en el libro “Me Persiguen” (Editorial Matalamanga, 2009)
1Los dos cuerpos flotan sobre las aguas del Río de la Plata. Amanece. Uno de los cuerpos, el de ella, está desnudo. A la distancia, se perciben los reflejos metálicos que salen de la carne muerta. En el más absoluto silencio, leo el papel de su puño y letra:

Las tijeras son como un par de piernas filudas que parten las cosas en dos o que separan algo que estaba naturalmente unido. Por lo tanto, las tijeras son las enemigas esenciales de las cosas enteras e indivisibles, y su existencia responde a la fragmentación. A pesar de su utilidad cotidiana, son un arma letal. Pueden funcionar como un cuchillo certero. Las mejores suelen ser límpidas y de metal, pues se considera que el óxido es un aditamento poco noble, una canallada para los amantes de las tijeras. El asesinato por medio de tijeras es como escupir en un jardín de niños. Hay algo frágil y musical en la piel que se destroza ante la estocada.
2A través de la mampara de vidrio de su habitación, en el cuarto piso de la mansión de Casuarinas, Lorena observó mil luces que se estrellaban contra su piscina, vidas que estarían mejor apagadas. Y dio otra pitada mientras subía el volumen de un disco de Leonard Cohen. Hizo un amague de sentarse al piano, pero abandonó la intención. Sus dedos ya no encontraban placer en producir melodías. Le hubiera encantado ponerse a llorar como antes. Le hubiera encantado subirse a su Lexus, pisar el acelerador y estrellarse contra una familia feliz. Pero pidió un taxi y se perdió por la noche limeña y sus bares, saltando de manera agotada por una suerte de islas, como puntos negros dispersos por la ciudad y en su memoria. Lorena conoce esos pasadizos interminables; se pierde en ellos mientras se deforma, gritando alcoholizada, renunciando a la sutilidad como cualidad humana. Cuando se transforma, se convierte en el ser que más detesta: ella misma, el ser del que toda su vida se ha escapado por los caminos equivocados y que paradójicamente la conducen a sus mayores profundidades. Y en ese estado, sólo atrae al mal.

Avanzada la madrugada, un bohemio trasnochado la llevó a su cuarto. Uno de tantos jóvenes de barba y ojos cansados sin el más mínimo encanto ni talento. Lo peor de todo era que ni siquiera podía llorar. Desnuda sobre la cama, miró con asco al tipo a su costado. No valía la pena describirlo ni imaginar algún sonido para recordarlo. Sólo la misma rabia, la misma frustración de perderse en sí misma a través de otros seres deleznables. Y entonces, su mirada ansiosa se agitó por encontrar algo con que identificarse. Hasta que notó la existencia de unas tijeras que estaban sobre la mesa de noche. Las tijeras resplandecían como una llamada de las formas agudas puestas a su servicio, una pieza filuda del rompecabezas inacabable.

En un rapto de honestidad—un momento heroico que decide una vocación, un destino—cogió las tijeras y se las clavó al tipo en medio de los ojos. Luego, en la garganta. Y la sangre saltó por la habitación, por las paredes, salpicó entre sus senos. Entonces, recién pudo llorar, mientras escuchaba en su mente la primera canción que compuso. Hablaba de una piedra, de cabellos abandonados y piernas tristes.

Esa misma madrugada, Lorena me llamó e hicimos un juramento: salvarnos. Un sinsentido, una emotiva travesura que hoy, apenas un año después, me parece tan lejana. Pero aquella madrugada parecía lo único que podíamos hacer. Nos conocíamos desde hacía algunos años y, ante ella, mi historia dejaba de importar. Aquella madrugada me buscó para confesarme su primer crimen. Supongo que valoraba mi amistad o que estaba demasiado sola. Yo la escuché. Esta siempre ha sido mi manera de consolarla.

Cuando comenzó a salir el sol, nos trepamos a un taxi rumbo a su casa de Casuarinas. Eran cuatro pisos de lujo indiscriminado, de vulgaridad. Hacía mucho que aquella ostentación de sus padres había dejado de impresionarme. Con cierta vergüenza y conciente de que podía causar intimidación ante la mirada desconocida, Lorena solía esforzarse en aparentar sencillez sobre sus privilegios, que era su manera de evitar el rechazo. Se desenvolvía en medio de una falsa normalidad que paradójicamente resultaba ofensiva a muchos visitantes. A mí tan sólo me parecía torpe, y agradecía que cuando estaba conmigo se relajara y fuera honestamente insoportable.

Nos echamos en la cama y nos quedamos dormidos viendo una película de David Lynch. Recuerdo soñar con una carretera y con rostros atemorizantes que me hablaban de mí. En la habitación, sonaba levemente la respiración de Lorena (un susurro electrónico y triste). Era la primera de muchas noches: una despedida constante.

3Lorena era alta, blanca, de sedoso pelo castaño. De actitudes varoniles, tenía un cuerpo atlético que escondía casi siempre debajo de ropas muy anchas para ella. Era hermosa y ocultar su belleza se convertía en su principal arma. Descubrirla era como clavar su aguijón venenoso en medio de ojos de almas inconsistentes. Su extravagancia se manifestaba en un alto y grave tono de voz, y en una actitud egocéntrica que convertía en utilitario a sus necesidades al mundo que la rodeaba. No soportaba pasar desapercibida. Esta excentricidad era quizá su principal capa de defensa. Que algún desconocido pudiera detestarla o sentirse atraído momentáneamente por ella era necesario en su vida.

Lorena era culta y sensible: podía recitar de memoria la obra de Frederic Jameson y sentarse al piano a tocar a Beethoven o alguna canción pop. Pero al mismo tiempo tenía un paródico rasgo de humildad: no toleraba a los hombres con fantasías de divismo y odiaba a las mujeres que interpretaban alguna suerte de femme fatale. Detestaba la teatralidad y eso era un signo de sus contradicciones y su inocencia: creía en la sinceridad o, de manera nefasta, en la verdad.

Lo curioso no era que su padre la hubiera violado a los once años, sino que le hubiera sucedido a ella. No admitía como necesario aquel evento para que fuera autodestructiva. Me lo había contando alguna vez: “Siempre pensé que era demasiado excesiva para ser feliz”. Sin embargo, nunca le terminé de creer.

Su padre—un millonario autodidacta, un empresario culto de negocios corruptos—llegó ebrio de madrugada a la mansión de Casuarinas. Su madre—una mujer escultural veinte años menor que su esposo y que administraba una boutique de moda—se quedó dormida de manera instantánea. El padre se desplazó por uno de los cuatro pisos de la mansión y se apertrechó junto al umbral de la puerta de la habitación de Lorena. La niña dormía, mientras el hombre de cincuenta y ocho años la miraba con deseo culposo. Entonces, se acercó a ella en la oscuridad. Sobre lo que sucedió después, no se hablaría en la familia por años. Lorena siguió siendo la engreída, la niña rica a la que nada se le negaba. Paseó por todo el mundo hasta que se enfrascó en los excesos. Luego, prefirió el crimen y mi compañía.

Al despertarnos aquella mañana después del primer crimen de Lorena, improvisamos un plan de escape. Necesitábamos una definitiva razón para huir. Recuerdo que estaba sumamente emocionado, una mezcla de odio y adrenalina contra la perversión injusta; no la hermosa perversión que uno elije en la vida, sino aquella violenta que ciertas personas sufren como una imposición.

Bajamos a tomar desayuno. Las empleadas domésticas nos sirvieron café, jugo de naranja recién exprimido y huevos revueltos con salchicha. La madre de Lorena, artificialmente despampanante, se despidió de nosotros antes de irse a comprar un nuevo juego de vajilla. Era domingo y su padre seguía en la habitación, probablemente leyendo el periódico.

Terminamos el desayuno con calma. Tomamos otra taza de café sin pronunciar ninguna palabra. Nos miramos con aquella complicidad que hasta ahora nos ha unido. Luego, Lorena corrió hasta el baño. Yo la seguí: en sus manos sostenía dos tijeras de metal luminoso, un par de armas preciosas y discretas. Subimos dos pisos y me entregó mi arma. El hombre era alto y grueso, dueño de sí mismo incluso en pijamas. Nos miró con sorpresa cuando nos abalanzamos contra él.

4

A Lorenzo lo conocimos una tarde que fuimos al teatro en Buenos Aires. Ya veníamos huyendo con algunas cuentas saldadas y los crímenes a nuestras espaldas, y meternos a esa obra mediocre en Palermo Hollywood nos pareció una buena manera de perder el tiempo. La obra contaba la historia de una familia disfuncional que se mataba entre ellos. Era absurda y de argumento pobre. Uno de los personajes principales, el hijo raro, realizaba la mejor actuación. Pero igual la obra era un bodrio. Sin embargo, esa noche Lorena terminó llorando en su asiento.

Lorenzo interpretaba al hijo raro. Después de la obra, lo encontramos en un bar a pocas cuadras del teatro. Terminamos tomando cervezas en la misma mesa hasta muy tarde en la madrugada. Era un tipo sencillo, flaco, de aspecto bonachón y melancólico. Me pareció una persona insegura, carente. Por lo demás, exhibía una ternura infantil, y parecía interesado en las historias que le contábamos, casi todas mentiras. Nos cogió confianza con facilidad y nos lo dijo: “Se nota que son honestos, aventureros. Qué macanudo, locos, que vayan por ahí viviendo un poco”.

Luego, nos contó una parte de su historia, que parecía ser determinante en su vida. Sus padres fueron arrestados durante la dictadura militar. Esto sucedió a fines de los setenta y nunca se volvió a saber de ellos. Creció con su abuela, quien había muerto recientemente. Estudió teatro, era pobre, y tenía mucho tiempo libre. Leía los periódicos y coleccionaba todas las notas relacionadas a los juicios a militares.

—Y, las cosas andan difíciles en Perú, ¿no? Todo lo que ha pasado, las matanzas, la dictadura—nos preguntó.

—La verdad, no seguimos mucho la política—respondió Lorena.

Lorenzo nos miró algo desconcertado. Y entonces, para animarlo, le contamos una historia inventada que se nos ocurrió en ese instante, una historia de carretera con personajes enmascarados, mujeres fantasmales, risotadas aparatosas, situaciones incoherentes, cortes inesperados. Llegamos a convencerlo de que todo estaba relacionado en nuestra historia imposible. Y le arrancamos una sonrisa. Al despedirse esa madrugada, nos pidió nuestro correo electrónico. Dijo que nos escribiría. Luego, nos dio un abrazo que duró demasiado.

5Al llegar a Buenos Aires, ya teníamos un plan. Alquilamos un cómodo departamento en el barrio de Palermo, en el octavo y último piso de un edificio que nos mostraba la sinuosa noche porteña. Allí nos mirábamos; nos queríamos en silencio. Allí también consolidamos una estrategia casi matemática, cuyas realizaciones individuales—excepto por la última—se han borrado bastante de mi memoria.

Teníamos una sencilla y efectiva manera de operar. Salíamos a locales nocturnos: Lorena se iba a la pista de baile o se sentaba en algún lugar visible, mientras yo me atrincheraba de manera discreta en alguna esquina de la barra del bar. Pronto, algún tipo se le acercaba y realizaban el juego de seducción por algún rato. Luego, se iban juntos. Yo los seguía discretamente. En el lugar privado que el tipo escogía, en medio del preámbulo sexual, yo entraba en escena y le aplicábamos lo que dimos en llamar “el destino de las tijeras”. Finalmente, borrábamos nuestros rastros y nos perdíamos de manera anónima en medio de la noche. Realizábamos esta secuencia alrededor de dos veces por mes.

Nunca hablábamos de los casos específicos luego de los sacrificios. Nunca humanizábamos ni escogíamos con alevosía a los tipos a quienes mandábamos arbitrariamente al “destino de las tijeras”. Dejábamos esta selección en manos del azar, que por supuesto tiene sus propios mecanismos de operación y si uno los analiza demasiado corre el riesgo de entenderlos y entonces se acaba la diversión y el misterio. Por lo general, sin embargo, había un patrón al menos superficial. Solían ser hombres jóvenes, entradores y quienes aparentaban tener el mundo en sus manos. Pero nunca los buscábamos. Ellos, en su persecución libidinosa, nos encontraban. “Han escogido su destino”, justificaba Lorena.

En Lima, la madre de Lorena no sólo la había perdonado, sino que había dejado activas todas sus tarjetas de crédito. La madre quedaba como la principal beneficiaria de los bienes de su difunto esposo y había llegado a un acuerdo con una de las trabajadoras domésticas para que asumiera la culpa por aquella muerte. La familia de Lorena se encargaría generosamente de la educación de los hijos de la antigua empleada que aceptó asumir la justicia penitenciaria por el asesinato, alegando defensa ante un ataque de su patrón. En Buenos Aires, los diarios dieron cuenta de  nuestros primeros sacrificios, como si fueran casos aislados, muertes desafortunadas en una ciudad ahora peligrosa. Desde entonces, ocultábamos los cuerpos sin vida, para que encajaran durante algún tiempo en la categoría de desaparecidos.

Aunque éramos unos extranjeros indeseables en nuestras prácticas secretas, durante el día oficiábamos de turistas. Incursionábamos en las interminables librerías de la ciudad, leíamos durante horas en las cafeterías, recorríamos restaurantes de diversas calidades en su monotonía de carnes y pastas, captábamos imágenes impredecibles por las calles y avenidas entre el Centro y el final de Belgrano, nos atosigábamos de vino, discos y películas. El resto del tiempo tratábamos de entender aquellos lamentos y fantasmas locales hasta palpar las huellas de la debacle.

Poco después de conocerlo, recibimos un correo de Lorenzo y al día siguiente se apareció en la puerta de nuestro departamento. “Sentí que tenía que volver a verlos”, dijo Lorenzo, entregándonos su abrigo e instalándose en la sala. Pasamos toda la tarde juntos. Conversamos, fumamos porros, tomamos vino y comimos empanadas. Desde entonces, sus visitas se hicieron costumbre. Disfrutaba de nuestra compañía y nosotros terminamos por tenerle aprecio. Parecía necesitarnos. No exagero si digo que nos admiraba. No sé exactamente por qué, pero escuchaba asombrado nuestras historias inventadas, elogiaba nuestra aparente falta de apego al mundo, y celebraba nuestra indiferencia por los seres humanos. Jamás sospechó que éramos una pareja de asesinos. Tampoco imaginaba nuestras historias personales, aquellas a las que Lorena y yo siempre teníamos que volver para tratar de entendernos.

Por su cuenta, Lorenzo sí podía contarnos su verdadera historia o, al menos, la que él había asumido con convicción. Lorenzo era un crío cuando sus padres desaparecieron. Nunca tuvo certeza sobre el evento, pero había leído mucho sobre el tema. Así fue perfeccionando su ficción: sus padres son apresados mientras pegan afiches en una calle y son acusados de difundir propaganda contra los militares; luego son trasladados a un local de interrogatorios y torturas. Su madre está vestida de blanco y su padre tiene una chompa azul. Gritan, se retuercen y escupen ante los golpes de los botines de cuero negro. No tienen absolutamente nada que decir. Los llevan por un corredor, se aprietan de las manos, son forzados a dejarse. Los encierran en habitaciones separadas. Quizá alguna noche su padre escucha llorar a lo lejos a su mujer o quizá sucede al revés. En todo caso, nunca vuelven a verse. Lorenzo habla con detalle, incluso con morbo, sobre los cortes, la electricidad en los genitales, el ahogamiento, las vejaciones interminables. Su relato minucioso nos dejaba con una impresión vívida. Nunca nos decía, sin embargo, si sus padres morían.

Sin darnos cuenta, comenzamos a tratarlo como un niño; adoptamos al huérfano. Pero entonces ocurrió algo inesperado. Quizá porque una de mis pocas virtudes es la buena percepción, la anticipación, supe lo que sucedía incluso antes que ellos: Lorenzo se había enamorado de Lorena. Aquellas miradas y silencios eran inequívocos. Para Lorenzo, ella era una mujer arrebatada, inteligente, decidida, por encima de conflictos menores. Pobre Lorenzo, pensé. Y sentí más pena la tarde en que él, mientras Lorena se daba un baño, me preguntó si había una relación amorosa entre nosotros. “Y, te lo pregunto porque viven juntos, pero nunca los vi darse un beso”, explicó. Le dije que entre Lorena y yo sólo había una buena amistad. Esta trillada respuesta pareció alegrarlo. Jamás podría entender que considerábamos al amor de pareja un sentimiento sobrevaluado, especialmente en aquellas noches privilegiadas cuando regresábamos juntos al departamento, con el olor a sangre impregnado en nuestra existencia.

6Lorena tuvo romances con algunos hombres, pero sobre todo, con ciertas mujeres. Yo conocía aquellas historias de memoria, y por alguna razón azarosa siempre había estado en sus momentos de desilusión para consolarla con mi silencio. Sabía que había sufrido especialmente con sus amantes femeninas, quienes no le ofrecieron más que transitorias experiencias lésbicas. Lorena siempre había establecido sus relaciones con mujeres asumiendo el rol de madre o hija; amante y, con menos frecuencia, objeto de amor. Pero ella, incluso ante el fracaso inminente, siempre se entregaba. A su manera, claro. Y es que tenía una particular forma de generosidad: podía regalarte de improviso algo suntuoso, pero negarte alguna baratija sin importancia.

Por mi cuenta, podía llevarlo bien. No esperaba de ella nada más que una celebración de mis morbos y estaba convencido de que ella no esperaba de mí más que una utilitaria compañía. En el fondo era así, aunque nos doliera. Y esto nos parecía la manera más sincera de amor.

Por la tarde Lorenzo llegó a nuestro departamento. Sacó un porro; buscó fuego para encenderlo. Fue hacia la gaveta de la cocina y la abrió. Le llamó la atención la gran cantidad de tijeras metálicas que ahí guardábamos. Con Lorena sentíamos que se nos acababa el tiempo y habíamos decidido incrementar los sacrificios. Le dimos una mala excusa a Lorenzo con la que quedó satisfecho. Ya me parecía obvio que Lorenzo amaba a Lorena y no tengo dudas de que ella también lo sabía. Pero él no pensaba seducirla. No sólo porque era tímido, sino porque significaba quebrar aquel triángulo, aquel aparato afectivo que él había promovido, pero en el que nunca dejó de ser secundario. Sin embargo, me hubiera gustado que la sedujera. Tenían una pequeña probabilidad de darse felicidad efímera. Y eso era bastante. Pero no iban a hacerlo: en primer lugar, porque existía yo y sin mí estaban incompletos. En segundo lugar, Lorenzo era un imbécil, un tipo de sencillez intercambiable, y Lorena era demasiado vulnerable. Es decir: existía yo y sin mí estaban incompletos.

Lorenzo salió un momento a comprar cigarrillos. Lorena llenó las copas de vino y fijó su mirada en mí. Noté que era una noche inusual de autocompasión.

—Dime que sabrás dejarme—me dijo en voz baja, con la vergüenza de quien ha comenzado a fallar. Llevábamos ya casi un año en Buenos Aires y un par de decenas de muertos. Hasta entonces nunca había sentido el más mínimo arrepentimiento de su parte.

—¿A dónde podría irme?—le pregunté.

Lorena se inquietó; su mirada buscó las palabras en el cenicero. Sentí como si estuviéramos llegando a un momento inevitable, a un cambio de ritmo que nos volvería a definir.

—El regreso no es el único camino—dijo finalmente, y secó su vaso de vino.

Me quedé mirándola con odio. Pensé en carreteras y en el mundo entero descascarándose al ritmo de una música triste que salía de un piano húmedo. Pensé en sus dedos penetrando mi pecho como un arma cubierta de piel. Y sentí que me cortaba en pedazos.

Entonces, Lorena me pidió que salgamos a matar.

7Lorenzo regresa al departamento con un atado de cigarrillos. “Nos vamos”, le decimos. Nos ponemos los abrigos. Inevitablemente, Lorenzo decide acompañarnos. Salimos del edificio, nos trepamos a un taxi. Es de madrugada en San Telmo. Buenos Aires ya es nuestra, en la medida en que cualquier ciudad de paso puede serlo. Hace frío. La gente, por la calles, busca cobijo.

El bar es pequeño; está reventando. Atrincherados en el local, buscamos cuerpos, ojos, secuencias: un último pedazo de amor. Lorena luce diferente. Sé que estamos algo sensibles, aprehensivos. Quizá es por la conversación que tuvimos o por la presencia de Lorenzo. Pero hay algo más; tengo un raro presentimiento. Hay ciertas intuiciones que uno se permite de vez en cuando y esta noche he decidido ahogar las mías en vasos de whisky. Me he sentado como de costumbre en la barra del bar. Lorenzo está a mi lado, anodino. Lorena baila sola, un poco más alcoholizada que de costumbre, con los ojos cerrados en una improvisada pista de baile.

Un joven de camisa blanca y saco azul, acuciosamente despeinado, se le acerca. La roza con sutil prepotencia; la despierta de su baile ensimismado. Se pone detrás de ella, moviendo levemente el cuerpo, amenazando con abrazarla. Lorena lo mira, sonríe, y vuelve a cerrar los ojos. Desde la barra del bar, los observo y pido otro vaso de whisky. Cuando acaba la canción, el tipo la invita a la mesa. Pide dos tragos. La mira con deseo, sin tapujos. Se lo hace notar, quizá incluso se lo dice de manera directa. Lorena lo acepta.

Lorenzo se sorprende y se me queda mirando en busca de una explicación. No entiende por qué nos hemos separado de esta manera en el bar y menos aun por qué Lorena se exhibe ante otros hombres. Quizá presiente que tenemos una estrategia oculta. Eso lo asusta o le produce rencor por no estar incorporado en ella. Sus ojos me interpelan. Me dan ganas de darle un golpe y mandarlo a dormir.

El galán deja su actitud canchera y se juega por lo tierno. La abraza e imposta una mirada dulce. Es patético. En los próximos minutos se decidirá nuestro destino. Sin embargo, he reconsiderado mi presentimiento y, por lo tanto, ya he tomado una decisión: sé que voy a traicionar a Lorena.

Ella se va al baño. En su camino de regreso, como siempre, pasa por mi costado. Me dice el acostumbrado “te veo pronto”, jala con delicadeza mi saco y, sin que yo lo advierta, deposita un papel en mi bolsillo. Se aleja. Lorenzo intenta detenerla, pero ella no le hace caso. Se lo sacude con un gesto, como si fuera un bicho molesto. Regresa a la mesa con el argentino, quien paga la cuenta, la toma de la mano y la lleva fuera del bar. Seco mi vaso de whisky. Los sigo. Lorenzo sigue desconcertado, pero atina a ponerse de pie y corre detrás de mí.

Al llegar a la puerta de salida, noto que ya están como a media cuadra, distancia que me parece prudente mantener. El tipo saca del bolsillo del pantalón unas llaves y se detiene junto a un Toyota negro. Le abre la puerta. Antes de que Lorena entre al auto, la aprieta de la cintura y le estampa un beso largo en los labios. Luego, la deja caer en el asiento de copiloto y cierra la puerta. Corre rápidamente por detrás del auto; se sienta frente al volante. Las luces del auto se encienden, mientras yo detengo un taxi.

El Toyota negro llega a la plaza de San Telmo. Entra por una de las callejuelas aledañas hasta llegar a una avenida que desemboca en la Costanera. En la zona que colinda con el Río de la Plata, el tipo estaciona el auto al pie de unos árboles.

Bajo del taxi. Lorenzo es como mi sombra. Aunque está oscuro puedo ver las figuras de los amantes acercándose dentro del Toyota. Hay movimiento erótico. Espero algunos minutos, el tiempo que Lorena suele tomarse antes de dar la primera estocada que da lugar a mi aparición. Pero nada sucede.

—Dime qué está pasando—me ruega Lorenzo, por enésima vez.

—Nada de preguntas—le digo. Aturdido, vuelve a quedarse en silencio.

Los cuerpos de los amantes en el auto se agitan. El argentino ha echado los asientos para atrás: está sobre Lorena; su cuerpo se mueve encima de ella. Las manos de Lorena cuelgan sobre los hombros del tipo, unas manos inertes, flácidas, agotadas. Lorena me está traicionando y también al imbécil que está a mi costado.

De pronto, Lorenzo se larga a correr hacia el Toyota negro. Acerca su rostro a la ventana y comienza a golpear con desesperación el techo y la parte lateral del auto. El argentino se sobresalta y grita: “¿Qué mierda pasa?”

“¡Dejála, hijo de puta!”, responde Lorenzo. El argentino sale del auto y Lorena también. Cuando el tipo se dispone a golpear al energúmeno de Lorenzo, se da cuenta de que éste conoce a Lorena. Entonces, se asusta. “¡La puta que los parió!”, grita mientras vuelve a subirse rápidamente al auto. El Toyota negro se aleja a toda velocidad por la Costanera.

Hay segundos de silencio, indiscutible preámbulo para un final. Parados uno frente al otro, Lorenzo contempla a Lorena a los ojos y comienza a llorar. Ella se acerca a él, como si fuera a consolarlo. Lo toma del hombro y le enreda la espalda con el brazo izquierdo. Con la tijera en la mano derecha le clava una fuerte estocada en el estómago. Lorenzo cae de rodillas. Ella se agacha y lo finiquita: mueve con destreza las puntas del instrumento de metal, destrozando vísceras y órganos internos. La tijera, resplandeciente, queda clavada en el cuerpo desparramado de Lorenzo.

Entonces, Lorena voltea hacia mí. No me he movido de la posición en que estaba. Más de diez metros nos separan, pero podemos observarnos con claridad. Meto la mano en mi bolsillo del saco y no sólo encuentro la tijera de metal, sino también un pedazo de papel. Lorena avanza hacia mí, desarmada.


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8/9/2022 02:52:32 am

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