Por Fernando Muñoz
Don Lucio Elners era bajito o eso parecía, pues caminaba medio encorvado. Esa postura la llevaba desde hace años, de hecho desde que era niño pues era la mejor postura que había encontrado para poder leer la diminuta letra de la inmensa cantidad de libros que había devorado en su vida. Y el problema principal es que sufría de una miopía crónica, así sus ojos eran como un par de cabezas de alfiler incrustadas en la piel, detrás de unos gruesos anteojos que resaltaban de manera exagerada su larga nariz. Todas las mañanas las iniciaba de manera ritualezca, luego de la cotidiana ducha con agua tibia, posterior afeitada y cepillado de dientes, se ponía una camisa de manga corta con bolsillo, su corbata de color gris y los mismos pantalones gastados de color beige que usaba todos los días que le tocaba impartir su cátedra de literatura. Antes de sentarse a desayunar, escogía un libro al azar de su monumental biblioteca, la verdad monumental es casi una exageración si bien es cierto todas las murallas de su casa estaban cubiertas de libreros y anaqueles que el mismo había ido fabricando a medida que su colección de libros había ido creciendo – No le llegaba ni a los talones a la majestuosa biblioteca de Alejandría – el mismo decía . Ya con el libro bajo el brazo, se sentaba en la silla más cercana al ventanal que iluminaba el diminuto comedor, donde los libros se apilaban como torres babelianas, desafiantes de la gravedad y el equilibrio cubriendo cual espacio hubiese disponible. Su desayuno consistía en una simple tostada con mantequilla y un té, que por lo general le quemaba la punta de la lengua al primer sorbido, lo que usualmente le hacía poner la taza rápidamente de vuelta sobre el platillo y tomar el libro que había escogido anteriormente. Lucio Elners en su típica posición semi-encorvada examinaba el libro desde muy cerca, con los ojitos diminutos detrás de los cristales de sus anteojos miraba el empastado, la contratapa, el lomo y hasta el más diminuto detalle de diseño. Con sus dedos tocaba la textura mientras lentamente abría el libro, luego de lo cual nuevamente con su pulgar e índice acariciaba el papel, medía el grosor, examinaba el color y finalmente lo acercaba a su rostro para oler las páginas, como quien acaricia una fruta antes de comerla o como quien huele las flores antes de comprarlas. Una vez finalizado el escrutador ritual, abría el libro en el capítulo uno, párrafo uno, sin importar prólogos ni notas al lector, iba directamente a la obra creada. A Lucio Elners, una sonrisa le cruzó el rostro, debajo de esa nariz exagerada por el tamaño de sus anteojos, su encorvadura se sintió aliviada, con las manos temblorosas y los ojos medio nublados por las lágrimas se levantó de la mesa de un salto. Sin siquiera terminar el desayuno, cogió su maletín, y partió rumbo a su cátedra, afuera le esperaba un día soleado, acompañado de una brisa fresca y primaveral, se fue silbando y tarareando una canción de antaño. Mientras sobre la mesa yacía el libro que en su primer párrafo decía: “Don Lucio Elners era más bien bajito o eso parecía, pues caminaba medio encorvado…”.
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