Por C. Gerardo Perla
Conocí al señor Utnapishtim cuando, yo Egidio Gamesh es mi nombre por cierto aunque todo el mundo me dice Gil, así que por favor, a usar el hipocorístico que en confianza estamos, y, habiéndome mudado desde mi truncado tiempo como estudiante de La Sorbona a una casa por poco en ruinas en el 12 de la rue Wilhelm Kostrowicki en el pueblito de Lésigny, a una media hora al sureste de París, debido a la muerte de mi mejor amigo, Edmundo “Enkidu” Cañas, un pobre emigrado salvadoreño que luego de más de diez años limpiando mierda en Francia pudo regresar a su ingrato país de nacimiento con la provechosa idea de finalmente traer a su mujer e hijos para darles una vida mejor en Europa cuando, recorriendo sin duda con nostalgia las calles sucias de su antigua colonia de champas en San Salvador, llegó hasta un parque que le dicen los nativos “El Bosque de Cedros” adonde un pandillero, “marero” es el nombre vernáculo, que le apodaban el “Toro”, entiéndase que en El Salvador todo el mundo parece tener un apodo vistoso y es que tratamos tanto en parecernos a los cariocas para que se nos pegue algo y así poder ir a los mundiales de fútbol a los que nunca vamos por cierto y cuando a última hora lo hacemos nos meten 10 goles en un sólo partido, y, no sólo lo asaltó pero de la misma manera asestándole 20 furiosas puñaladas, así pues pareció que fue una cuchillada a cambio de cada uno de esos 20 pinches dólares que llevaba consigo dentro de la billetera… si bien algunos cuentan su asesinato fue por la facinerosa voluntad de una mujer de la mala vida, de una tal Juana Ishtar, o mejor conocida a fin de que la “diosa golosa” por no haber querido aceptar en un tiempo ya remoto sus sicalípticos avances.
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Por Paul Alonso, publicado en el libro “Me Persiguen” (Editorial Matalamanga, 2009)
1Los dos cuerpos flotan sobre las aguas del Río de la Plata. Amanece. Uno de los cuerpos, el de ella, está desnudo. A la distancia, se perciben los reflejos metálicos que salen de la carne muerta. En el más absoluto silencio, leo el papel de su puño y letra: Las tijeras son como un par de piernas filudas que parten las cosas en dos o que separan algo que estaba naturalmente unido. Por lo tanto, las tijeras son las enemigas esenciales de las cosas enteras e indivisibles, y su existencia responde a la fragmentación. A pesar de su utilidad cotidiana, son un arma letal. Pueden funcionar como un cuchillo certero. Las mejores suelen ser límpidas y de metal, pues se considera que el óxido es un aditamento poco noble, una canallada para los amantes de las tijeras. El asesinato por medio de tijeras es como escupir en un jardín de niños. Hay algo frágil y musical en la piel que se destroza ante la estocada. Por Fernando Muñoz
I. Desconfía: Dejad de creer en los políticos, porque quienes no han cumplido su promesa ayer, no la cumplirán mañana. II. No pienses en el dinero, pues muy pronto no tendrá ningún valor, y realmente nunca lo ha tenido. III. Aprende a cultivar la tierra y a entender los ciclos naturales, es un talento que usarás en el futuro próximo. IV. Estrecha tus lazos con tus amigos más cercanos y tu familia, serán tu único círculo de protección. V. Practica tu caligrafía, los teclados no te servirán de mucho sin electricidad; y es importante que escribas lo que vivas. VI. Si amas a alguien, demuestra tu amor. Si no, busca a quien amar sin condiciones; pronto sólo estarás preocupado de sobrevivir y el amor será algo secundario. VII. No guardes ni oro ni metales preciosos. Colecciona semillas y mapas con la ubicación de riachuelos y vertientes. VIII. Si crees en dios aférrate a tu fé. Si no, ya es tarde para empezar. IX. Prepara tu equipo de sobrevivencia y tenlo a mano; mochila, comida no perecible, baterias, cuchillo, fósforos y un poco de alcohol. Este último lo necesitarás más de alguna vez, pues verás cosas que nunca deseaste. X. Entrena, mantente en forma, práctica el arte de la defensa personal; tu cuerpo será tu mejor arma. Por David Núñez
Fermín Carrizo era un escritor dueño de algo que podría llamarse un talento excepcional. Tan excepcional, sin embargo, que si uno lo analiza en detalle, también podría considerarse una cualidad francamente peligrosa e incierta. Al cabo de unos pocos años de solitaria labor literaria, Carrizo comenzó a caer en la cuenta que su literatura de una u otra forma siempre terminaba convirtiéndose en realidad. Pero no en una realidad subjetiva o interpretativa, sino en muchos casos en una realidad bastante concreta y detallada. Primero fue el viaje a la India de su prima Cecilia y su encuentro amoroso con un periodista inglés, argumento de una de sus primeras novelas. Después fue el robo en su casa de la costa, incidente en el cual lo despojaron de un disco de vinilo que él había robado a su vez de una exposición de música antigua, relato que ganó el primer lugar en el concurso de cuentos de la Universidad Central de Costaluna. Por Fernando Muñoz
Don Lucio Elners era bajito o eso parecía, pues caminaba medio encorvado. Esa postura la llevaba desde hace años, de hecho desde que era niño pues era la mejor postura que había encontrado para poder leer la diminuta letra de la inmensa cantidad de libros que había devorado en su vida. Y el problema principal es que sufría de una miopía crónica, así sus ojos eran como un par de cabezas de alfiler incrustadas en la piel, detrás de unos gruesos anteojos que resaltaban de manera exagerada su larga nariz. Todas las mañanas las iniciaba de manera ritualezca, luego de la cotidiana ducha con agua tibia, posterior afeitada y cepillado de dientes, se ponía una camisa de manga corta con bolsillo, su corbata de color gris y los mismos pantalones gastados de color beige que usaba todos los días que le tocaba impartir su cátedra de literatura. Antes de sentarse a desayunar, escogía un libro al azar de su monumental biblioteca, la verdad monumental es casi una exageración si bien es cierto todas las murallas de su casa estaban cubiertas de libreros y anaqueles que el mismo había ido fabricando a medida que su colección de libros había ido creciendo – No le llegaba ni a los talones a la majestuosa biblioteca de Alejandría – el mismo decía . Ya con el libro bajo el brazo, se sentaba en la silla más cercana al ventanal que iluminaba el diminuto comedor, donde los libros se apilaban como torres babelianas, desafiantes de la gravedad y el equilibrio cubriendo cual espacio hubiese disponible. Su desayuno consistía en una simple tostada con mantequilla y un té, que por lo general le quemaba la punta de la lengua al primer sorbido, lo que usualmente le hacía poner la taza rápidamente de vuelta sobre el platillo y tomar el libro que había escogido anteriormente. Lucio Elners en su típica posición semi-encorvada examinaba el libro desde muy cerca, con los ojitos diminutos detrás de los cristales de sus anteojos miraba el empastado, la contratapa, el lomo y hasta el más diminuto detalle de diseño. Con sus dedos tocaba la textura mientras lentamente abría el libro, luego de lo cual nuevamente con su pulgar e índice acariciaba el papel, medía el grosor, examinaba el color y finalmente lo acercaba a su rostro para oler las páginas, como quien acaricia una fruta antes de comerla o como quien huele las flores antes de comprarlas. Una vez finalizado el escrutador ritual, abría el libro en el capítulo uno, párrafo uno, sin importar prólogos ni notas al lector, iba directamente a la obra creada. A Lucio Elners, una sonrisa le cruzó el rostro, debajo de esa nariz exagerada por el tamaño de sus anteojos, su encorvadura se sintió aliviada, con las manos temblorosas y los ojos medio nublados por las lágrimas se levantó de la mesa de un salto. Sin siquiera terminar el desayuno, cogió su maletín, y partió rumbo a su cátedra, afuera le esperaba un día soleado, acompañado de una brisa fresca y primaveral, se fue silbando y tarareando una canción de antaño. Mientras sobre la mesa yacía el libro que en su primer párrafo decía: “Don Lucio Elners era más bien bajito o eso parecía, pues caminaba medio encorvado…”. |