Por Carolina Giudice Braulio se levantaba siempre a eso de las nueve a tomar su baño y su capuchino. Aunque el capuchino era más bien una hora después, luego de que una larga jornada de agua sobre su narices no despabilara su agotable tiempo, y de que sonaran todos los despertadores del edificio. La hora del desayuno era todo un ritual, el que a veces se desarmaba cuando tenía que ir a comprar algo que le faltaba. En el momento en que salía a la calle, los pájaros cantaban y Merlina (una de las mujeres más hermosas y exóticas de esa pequeña ciudad) pasó por enfrente suyo y no la vio. Eran las 11:30, sonaban los taladros de la vecina construcción, y alguna que otra voz hablando por teléfono en aquel piso. Él vivía en el tres. El cuatro tenía mejor gente, pero él eligió el tres. A veces mi gato solía meterse por su ventana, él no le tenía cariño (y menos después de haberse comido su pájaro). A las doce, después de haber visto las repetidas noticias de la televisión y sus vociferadas quejas acerca del gato; ponía el agua para el arroz. Algo que comía no por cuestión de gustos; sino por su frecuente sensibilidad estomacal y las recomendaciones del médico. Que yo sepa no dormía siesta, aunque no descansaba bien de noche y por eso tomaba pastillas. Max conocía todos sus movimientos: sabía que a las 10:30 era la única hora donde no estaba, porque iba a la tienda, y que no demoraba más de 20 minutos. La dieta era la de siempre: cereales, arroz, café y sardinas. Eso era lo que le gustaba a Max, sus sardinas. Era un gato muy astuto y sabía cómo destapar la olvidada y apestosa bandeja que él solía dejar (del día anterior) en la cocina. No me pregunten por qué en la alacena tenía tanto pescado: sardinas, sardinas y sardinas. Un día me invitó a comer a su casa (antes de que nos odiáramos por lo del gato). No era un buen cocinero: mucha sal y gusto rancio.A las 13:30 se metía a Internet, no era entretenimiento, más bien su trabajo. Pero la tele estaba encendida desde las 9, yo la escuchaba algo fuerte desde mi habitación, cuando comenzaba mi jornada estudiando algo de piano. Así continuaba hasta la noche, donde se sentía tristemente cansado, y se tiraba diez minutos sobre el sillón.Después de eso venía el tiempo donde se prendía a mi timbre. Momento en el que yo me hacía la idiota y, de no estar torpemente distraída, ignoraba. El timbre duraba hasta las diez, creo que no tenía nada mejor que hacer. Sin más, transcurría hasta el otro día cuando se levantaba para la ducha y el amargo capuchino. Esa tarde Max no volvió, no porque lo hubiera matado. ¡Qué perfecto era todo, no se preguntaba dónde, cómo, ni cuándo! Pero ese día no despertó. Yo estaba leyendo Pablo Neruda, olí mi café. Afuera en los pasillos del edificio se escuchaban las voces de hombres y mujeres. Era la primera vez en mucho tiempo que dormía por la mañana. Noté en la ventana un cielo celeste y vacío de nubes. Pero Braulio no despertó, ni tarde, ni temprano. Ni a las nueve, ni a las once ni a las tres. Cuando entramos en su departamento lo primero que vimos fue su café frío, sintiendo el ruido fuerte de la gotera de la ducha. El velador del comedor estaba encendido, pero no encontramos nada extraño, más que los maullidos de mi gato en un canto sin tiempo.Max corrió a mis brazos, no sé si contento, no sé si desesperado. Mirando a lo lejos o hacia ningún lugar. Los que estábamos ahí éramos simulada-mente invasivos, algunos fueron a la cocina, otros al balcón, otros al baño. Yo elegí la habitación.Estaba boca abajo, había un par de anotaciones sobre la mesa de luz, listas de supermercados y algunos contactos sueltos. Debía haber otra cosa, pero no encontré nada más. Recordé que era un tipo al que yo no daba mucha parla, en especial porque era sumamente aburrido. ¿Qué cosa extraña le podría haber pasado? Se había muerto de viejo, se había muerto encerrado. Ilustración por: Jocelyn Muñoz |