Por Fernando Muñoz I. Desconfía: Dejad de creer en los políticos, porque quienes no han cumplido su promesa ayer, no la cumplirán mañana. II. No pienses en el dinero, pues muy pronto no tendrá ningún valor, y realmente nunca lo ha tenido. III. Aprende a cultivar la tierra y a entender los ciclos naturales, es un talento que usarás en el futuro próximo. IV. Estrecha tus lazos con tus amigos más cercanos y tu familia, serán tu único círculo de protección. V. Practica tu caligrafía, los teclados no te servirán de mucho sin electricidad; y es importante que escribas lo que vivas. VI. Si amas a alguien, demuestra tu amor. Si no, busca a quien amar sin condiciones; pronto sólo estarás preocupado de sobrevivir y el amor será algo secundario. VII. No guardes ni oro ni metales preciosos. Colecciona semillas y mapas con la ubicación de riachuelos y vertientes. VIII. Si crees en dios aférrate a tu fé. Si no, ya es tarde para empezar. IX. Prepara tu equipo de sobrevivencia y tenlo a mano; mochila, comida no perecible, baterias, cuchillo, fósforos y un poco de alcohol. Este último lo necesitarás más de alguna vez, pues verás cosas que nunca deseaste. X. Entrena, mantente en forma, práctica el arte de la defensa personal; tu cuerpo será tu mejor arma. Por Fernando Muñoz Don Lucio Elners era bajito, o al menos eso parecía, pues siempre caminaba medio encorvado. Llevaba esa postura desde niño, la única manera que había encontrado para leer la diminuta letra de los innumerables libros que devoraba. Su problema principal era una miopía crónica; sus ojos parecían un par de cabezas de alfiler incrustadas en la piel, ocultos tras gruesos anteojos que resaltaban de manera desmedida su nariz. Todas las mañanas seguía un ritual inalterable. Tras una ducha tibia, el afeitado y el cepillado de dientes, se vestía con su acostumbrada camisa de manga corta con bolsillo, su corbata gris y pantalones de gabardina gris, café o azul que iba alternando durante la semana. Antes de sentarse a desayunar, elegía un libro al azar de su biblioteca. Su biblioteca era monumental, aunque él no lo consideraba así. Si bien todas las paredes de su casa estaban cubiertas de libreros y anaqueles que él mismo había construido a medida que su colección crecía, no podía compararse con la legendaria de Alejandría. "No le llego ni a los talones", solía decir. Con el libro bajo el brazo, se sentaba en la silla más cercana al ventanal del diminuto comedor, donde más libros se apilaban como torres babelianas, desafiando la gravedad y el equilibrio, cubriendo cada espacio disponible. Su desayuno era simple: una tostada con mantequilla y un té que, casi siempre, le quemaba la punta de la lengua en el primer sorbo. Esto lo obligaba a dejar apresuradamente la taza sobre el platillo y tomar el libro que había escogido momentos antes. En su típica posición semi encorvada, Lucio Elners examinaba el libro con minuciosidad. Con sus diminutos ojos observaba el empastado, la contratapa, el lomo y hasta el más mínimo detalle de su diseño. Pasaba los dedos por la textura mientras abría lentamente el libro; luego, con el pulgar y el índice, acariciaba el papel, medía el grosor, observaba el color y finalmente lo acercaba a su rostro para oler sus páginas, como quien acaricia una fruta antes de comerla o como quien huele las flores antes de comprarlas. Solo tras este meticuloso ritual, lo abría en el capítulo uno, párrafo uno. Prólogos y notas al lector le parecían prescindibles: iba directo a la obra. Una sonrisa se dibujó en su rostro, bajo esa nariz prominente, exagerada por sus gruesos anteojos. Su espalda encorvada pareció aligerarse. Con las manos temblorosas y los ojos nublados por lágrimas, se levantó de la mesa de un salto. Sin siquiera terminar el desayuno, cogió su maletín y partió rumbo a su cátedra. Afuera lo esperaba un día soleado, con una brisa fresca y primaveral. Se marchó tarareando una vieja melodía. Sobre la mesa, el libro quedó abierto. En su primer párrafo se leía: "Don Lucio Elners era bajito, o al menos eso parecía, pues siempre caminaba medio encorvado..." |