Por Fernando Muñoz Un día de estos voy a escribirlo todo, sin dejar nada en el cajón. Lo diré sin tapujos, sin morderme la lengua, sin callarme nada. Entonces lo sabrán todo, y seré como una sábana extendida al viento, secándose con las manchas del tiempo. Manchas que no fueron borradas por el lavado y que nunca desaparecerán, porque ya son parte de la tela. Marcas indelebles, como las historias que contaré. Por Fernando Muñoz De repente, el hombre cruzó la pierna izquierda detrás de la derecha. Giró sobre su eje, extendió el brazo derecho como si intentara atrapar una manzana invisible. Con una soltura y fineza extraordinarias, dio un par de brincos, hizo unos pliés, ejecutó un fouetté y culminó en un arabesque, justo cuando el metro arribó a la estación. A su alrededor, nadie pareció notarlo. Por Carolina Giudice Braulio se levantaba siempre a eso de las nueve a tomar su baño y su capuchino. Aunque el capuchino era más bien una hora después, luego de que una larga jornada de agua sobre su narices no despabilara su agotable tiempo, y de que sonaran todos los despertadores del edificio. La hora del desayuno era todo un ritual, el que a veces se desarmaba cuando tenía que ir a comprar algo que le faltaba. En el momento en que salía a la calle, los pájaros cantaban y Merlina (una de las mujeres más hermosas y exóticas de esa pequeña ciudad) pasó por enfrente suyo y no la vio. Eran las 11:30, sonaban los taladros de la vecina construcción, y alguna que otra voz hablando por teléfono en aquel piso. Él vivía en el tres. El cuatro tenía mejor gente, pero él eligió el tres. A veces mi gato solía meterse por su ventana, él no le tenía cariño (y menos después de haberse comido su pájaro). A las doce, después de haber visto las repetidas noticias de la televisión y sus vociferadas quejas acerca del gato; ponía el agua para el arroz. Algo que comía no por cuestión de gustos; sino por su frecuente sensibilidad estomacal y las recomendaciones del médico. Que yo sepa no dormía siesta, aunque no descansaba bien de noche y por eso tomaba pastillas. Max conocía todos sus movimientos: sabía que a las 10:30 era la única hora donde no estaba, porque iba a la tienda, y que no demoraba más de 20 minutos. La dieta era la de siempre: cereales, arroz, café y sardinas. Eso era lo que le gustaba a Max, sus sardinas. Era un gato muy astuto y sabía cómo destapar la olvidada y apestosa bandeja que él solía dejar (del día anterior) en la cocina. No me pregunten por qué en la alacena tenía tanto pescado: sardinas, sardinas y sardinas. Un día me invitó a comer a su casa (antes de que nos odiáramos por lo del gato). No era un buen cocinero: mucha sal y gusto rancio.A las 13:30 se metía a Internet, no era entretenimiento, más bien su trabajo. Pero la tele estaba encendida desde las 9, yo la escuchaba algo fuerte desde mi habitación, cuando comenzaba mi jornada estudiando algo de piano. Así continuaba hasta la noche, donde se sentía tristemente cansado, y se tiraba diez minutos sobre el sillón.Después de eso venía el tiempo donde se prendía a mi timbre. Momento en el que yo me hacía la idiota y, de no estar torpemente distraída, ignoraba. El timbre duraba hasta las diez, creo que no tenía nada mejor que hacer. Sin más, transcurría hasta el otro día cuando se levantaba para la ducha y el amargo capuchino. Esa tarde Max no volvió, no porque lo hubiera matado. ¡Qué perfecto era todo, no se preguntaba dónde, cómo, ni cuándo! Pero ese día no despertó. Yo estaba leyendo Pablo Neruda, olí mi café. Afuera en los pasillos del edificio se escuchaban las voces de hombres y mujeres. Era la primera vez en mucho tiempo que dormía por la mañana. Noté en la ventana un cielo celeste y vacío de nubes. Pero Braulio no despertó, ni tarde, ni temprano. Ni a las nueve, ni a las once ni a las tres. Cuando entramos en su departamento lo primero que vimos fue su café frío, sintiendo el ruido fuerte de la gotera de la ducha. El velador del comedor estaba encendido, pero no encontramos nada extraño, más que los maullidos de mi gato en un canto sin tiempo.Max corrió a mis brazos, no sé si contento, no sé si desesperado. Mirando a lo lejos o hacia ningún lugar. Los que estábamos ahí éramos simulada-mente invasivos, algunos fueron a la cocina, otros al balcón, otros al baño. Yo elegí la habitación.Estaba boca abajo, había un par de anotaciones sobre la mesa de luz, listas de supermercados y algunos contactos sueltos. Debía haber otra cosa, pero no encontré nada más. Recordé que era un tipo al que yo no daba mucha parla, en especial porque era sumamente aburrido. ¿Qué cosa extraña le podría haber pasado? Se había muerto de viejo, se había muerto encerrado. Ilustración por: Jocelyn Muñoz Por Carolina Giudice Memorias de Mamá Punk 7 de septiembre de 2003 Una vez conocí a una actriz, de esas que no están aceptadas. Ya que el dogma del teatro era: “ninguna acción debe ser en vano”, “todo movimiento está justificado”, “no obres si es innecesario”. Más lo aprendí con los malos ejemplos de mi madre. Toda su vida se la pasó merodeando de un lado a otro. Y sí, se sacrificó mucho, pero a veces ni ella sabía por qué. Sin objetivo, ni conflicto. Mamá Punk se levanta con sus bolsas y mal aliento me promete gritos entre gritos, tira miradas austeras e inconscientes y sus abrazos son invisibles. Mamá Punk me contaba cuentos cuentos que no existieron y ya he olvidado Una vez le hice un amuleto, que en algún lado quedó tirado. Ella era mi amiga, con sus ojos negros y mal pintados, con su voz ensordecedora, con sus tacos mal pisados. Ella se queja, no sé por qué pero todas las mañanas escucho sus golpes Mamá Punk era sonámbula y molesta y sus ronquidos de lata Mamá Punk era fantasma… Mamá Punk intentó arruinarme la vida, pero también me la dio. Mamá Punk se encargó siempre de interrumpir mis sueños, mis pensamientos, mi vida, hasta creo que tuve un parto interrumpido. Cuando yo estaba por nacer, trataba de venir, pero Mamá Punk no me dejaba, dio tres palmadas en su panza (o sea, en mí) y puso una música extraña que hasta ahora difusamente recuerdo. Me dio mucho miedo pero también ilusión porque pronto empecé a ver una luz blanca que se empezó a expandir, guié mis ojos y mi cuerpo hacia ella, y así nací. Mamá Punk a veces era tierna, recuerdo sus canciones y la voz plácida con la que me hacía dormir (tarea muy difícil para una niña que le gustaba tanto la noche como a mí). Mamá Punk tiraba soliloquios agresivos al viento; mientras yo solo quería jugar, intentando encargarme del momento, para ser feliz. Haciendo burlas a sus desgracias inexistentes, partía mi corazón en mil pedazos, el cual sólo trataba de estar en silencio. Ella me enseñó que la vida no era tan fácil; y gracias a eso se me hizo más llevadera después… (Fragmento de "Diario de un actriz que no soy yo" de Carolina Giudice) Por C. Gerardo Perla
Conocí al señor Utnapishtim cuando yo, Egidio Gamesh, es mi nombre por cierto aunque todo el mundo me dice Gil, así que por favor, a usar el hipocorístico que en confianza estamos, y, habiéndome mudado desde mi truncado tiempo como estudiante de La Sorbona a una casa por poco en ruinas en el 12 de la rue Wilhelm Kostrowicki en el pueblito de Lésigny, a una media hora al sureste de París, debido a la muerte de mi mejor amigo, Edmundo “Enkidu” Cañas, un pobre emigrado salvadoreño que luego de más de diez años limpiando mierda en Francia pudo regresar a su ingrato país de nacimiento con la provechosa idea de finalmente traer a su mujer e hijos para darles una vida mejor en Europa cuando, recorriendo sin duda con nostalgia las calles sucias de su antigua colonia de champas en San Salvador, llegó hasta un parque que le dicen los nativos “El Bosque de Cedros” adonde un pandillero, “marero” es el nombre vernáculo, que le apodaban el “Toro”, entiéndase que en El Salvador todo el mundo parece tener un apodo vistoso y es que tratamos tanto en parecernos a los cariocas para que se nos pegue algo y así poder ir a los mundiales de fútbol a los que nunca vamos por cierto y cuando a última hora lo hacemos nos meten 10 goles en un sólo partido, y, no sólo lo asaltó pero de la misma manera asestándole 20 furiosas puñaladas, así pues pareció que fue una cuchillada a cambio de cada uno de esos 20 pinches dólares que llevaba consigo dentro de la billetera… si bien algunos cuentan su asesinato fue por la facinerosa voluntad de una mujer de la mala vida, de una tal Juana Ishtar, o mejor conocida a fin de que la “diosa golosa” por no haber querido aceptar en un tiempo ya remoto sus sicalípticos avances. Por Paul Alonso, publicado en el libro “Me Persiguen” (Editorial Matalamanga, 2009) 1Los dos cuerpos flotan sobre las aguas del Río de la Plata. Amanece. Uno de los cuerpos, el de ella, está desnudo. A la distancia, se perciben los reflejos metálicos que salen de la carne muerta. En el más absoluto silencio, leo el papel de su puño y letra:
Las tijeras son como un par de piernas filudas que parten las cosas en dos o que separan algo que estaba naturalmente unido. Por lo tanto, las tijeras son las enemigas esenciales de las cosas enteras e indivisibles, y su existencia responde a la fragmentación. A pesar de su utilidad cotidiana, son un arma letal. Pueden funcionar como un cuchillo certero. Las mejores suelen ser límpidas y de metal, pues se considera que el óxido es un aditamento poco noble, una canallada para los amantes de las tijeras. El asesinato por medio de tijeras es como escupir en un jardín de niños. Hay algo frágil y musical en la piel que se destroza ante la estocada. Por Fernando Muñoz I. Desconfía: Dejad de creer en los políticos, porque quienes no han cumplido su promesa ayer, no la cumplirán mañana. II. No pienses en el dinero, pues muy pronto no tendrá ningún valor, y realmente nunca lo ha tenido. III. Aprende a cultivar la tierra y a entender los ciclos naturales, es un talento que usarás en el futuro próximo. IV. Estrecha tus lazos con tus amigos más cercanos y tu familia, serán tu único círculo de protección. V. Practica tu caligrafía, los teclados no te servirán de mucho sin electricidad; y es importante que escribas lo que vivas. VI. Si amas a alguien, demuestra tu amor. Si no, busca a quien amar sin condiciones; pronto sólo estarás preocupado de sobrevivir y el amor será algo secundario. VII. No guardes ni oro ni metales preciosos. Colecciona semillas y mapas con la ubicación de riachuelos y vertientes. VIII. Si crees en dios aférrate a tu fé. Si no, ya es tarde para empezar. IX. Prepara tu equipo de sobrevivencia y tenlo a mano; mochila, comida no perecible, baterias, cuchillo, fósforos y un poco de alcohol. Este último lo necesitarás más de alguna vez, pues verás cosas que nunca deseaste. X. Entrena, mantente en forma, práctica el arte de la defensa personal; tu cuerpo será tu mejor arma. Por David Núñez
Fermín Carrizo era un escritor dueño de algo que podría llamarse un talento excepcional. Tan excepcional, sin embargo, que si uno lo analiza en detalle, también podría considerarse una cualidad francamente peligrosa e incierta. Al cabo de unos pocos años de solitaria labor literaria, Carrizo comenzó a caer en la cuenta que su literatura de una u otra forma siempre terminaba convirtiéndose en realidad. Pero no en una realidad subjetiva o interpretativa, sino en muchos casos en una realidad bastante concreta y detallada. Primero fue el viaje a la India de su prima Cecilia y su encuentro amoroso con un periodista inglés, argumento de una de sus primeras novelas. Después fue el robo en su casa de la costa, incidente en el cual lo despojaron de un disco de vinilo que él había robado a su vez de una exposición de música antigua, relato que ganó el primer lugar en el concurso de cuentos de la Universidad Central de Costaluna. Por Fernando Muñoz Don Lucio Elners era bajito, o al menos eso parecía, pues siempre caminaba medio encorvado. Llevaba esa postura desde niño, la única manera que había encontrado para leer la diminuta letra de los innumerables libros que devoraba. Su problema principal era una miopía crónica; sus ojos parecían un par de cabezas de alfiler incrustadas en la piel, ocultos tras gruesos anteojos que resaltaban de manera desmedida su nariz. Todas las mañanas seguía un ritual inalterable. Tras una ducha tibia, el afeitado y el cepillado de dientes, se vestía con su acostumbrada camisa de manga corta con bolsillo, su corbata gris y pantalones de gabardina gris, café o azul que iba alternando durante la semana. Antes de sentarse a desayunar, elegía un libro al azar de su biblioteca. Su biblioteca era monumental, aunque él no lo consideraba así. Si bien todas las paredes de su casa estaban cubiertas de libreros y anaqueles que él mismo había construido a medida que su colección crecía, no podía compararse con la legendaria de Alejandría. "No le llego ni a los talones", solía decir. Con el libro bajo el brazo, se sentaba en la silla más cercana al ventanal del diminuto comedor, donde más libros se apilaban como torres babelianas, desafiando la gravedad y el equilibrio, cubriendo cada espacio disponible. Su desayuno era simple: una tostada con mantequilla y un té que, casi siempre, le quemaba la punta de la lengua en el primer sorbo. Esto lo obligaba a dejar apresuradamente la taza sobre el platillo y tomar el libro que había escogido momentos antes. En su típica posición semi encorvada, Lucio Elners examinaba el libro con minuciosidad. Con sus diminutos ojos observaba el empastado, la contratapa, el lomo y hasta el más mínimo detalle de su diseño. Pasaba los dedos por la textura mientras abría lentamente el libro; luego, con el pulgar y el índice, acariciaba el papel, medía el grosor, observaba el color y finalmente lo acercaba a su rostro para oler sus páginas, como quien acaricia una fruta antes de comerla o como quien huele las flores antes de comprarlas. Solo tras este meticuloso ritual, lo abría en el capítulo uno, párrafo uno. Prólogos y notas al lector le parecían prescindibles: iba directo a la obra. Una sonrisa se dibujó en su rostro, bajo esa nariz prominente, exagerada por sus gruesos anteojos. Su espalda encorvada pareció aligerarse. Con las manos temblorosas y los ojos nublados por lágrimas, se levantó de la mesa de un salto. Sin siquiera terminar el desayuno, cogió su maletín y partió rumbo a su cátedra. Afuera lo esperaba un día soleado, con una brisa fresca y primaveral. Se marchó tarareando una vieja melodía. Sobre la mesa, el libro quedó abierto. En su primer párrafo se leía: "Don Lucio Elners era bajito, o al menos eso parecía, pues siempre caminaba medio encorvado..." Por Fernando Muñoz "De los Seres Afortunados" El piloto sabe que no hay vuelos de prueba; algo depende del azar. Los ingenieros y técnicos han dado lo mejor de sí, han trabajado día y noche para crear esta máquina, maravilla de la ingeniería, prueba tangible de todas aquellas combinaciones matemáticas calculadas y recalculadas una y otra vez sobre la piel verde de aquel viejo pizarrón en la base aérea. Sus superiores confían en él; incluso el comandante se lo demostró en un gesto amable y fraternal, invitándolo a fumarse un puro, de esos escasos y carísimos, importados de alguna isla del Caribe. El comandante sonríe, pero también sabe que nada está asegurado. Todo es un boleto de lotería que lo llevará a ser parte de la historia o una mancha negra y rojiza en medio del desierto. Su esposa, nerviosa, lo besa y le desea lo mejor. Le entrega una bufanda bermellón para, en cierto modo, volar con él. Le susurra al oído: "Sé que lo lograrás, siempre lo haces". Pero, en un parpadeo, sospecha que este vuelo no es sólo cuestión de habilidad; hay algo más que está fuera de su control. Se aleja hacia un rincón del hangar y con las manos temblorosas, ante la incertidumbre se pone a rezar. El piloto revisa la nave, la observa desde su ángulo, acaricia su piel de plata que brilla bajo la luna como un fugaz hilo de agua. Se aferra a la escalerilla y, de un solo brinco, se instala en la cabina de mando. Ahora son uno: Ícaro con alas de metal, y la máquina, como una extensión de sus piernas, de sus brazos, de su imaginación. Ya dentro de la nave, amanece. Revisa los controles, comprobando que todo esté en su lugar, cada gesto meticulosamente coreografiado, ensayado una y otra vez en los interminables días de preparación. Con fuerza, ajusta su arnés y, con la mirada fija, recorre la pista de despegue, le parece una carretera larga e interminable. El eco de quienes partieron sin volver se pierde en el rugido del motor. Ahora solo queda avanzar, desafiar el cielo, tocar tierra. No será solo su cuerpo el que regrese, sino también la ciencia, el destino… y la certeza de que es un ser afortunado. Por Marcelo D. Mogura L.B. Mientras tanto, en la Gran Pirámide, Naif Guaguarshi, el Mago, se preparaba para lanzarse desde la cúspide. Esperaba ansioso la llegada de plenilunio, momento en el que debía ser puesta la última piedra por los miles de esclavos que observaban ansiosos el rostro del mago. “¿Qué ocurrirá?, ¿qué se dirá?, ¿qué se hará?” hablaban entre ellos y dentro de ellos. Uno, que había encontrado una manera más rápida y que requería menos fuerza para mover los bloques de piedra, limpiaba unas herramientas, en castigo a “Su osadía y falta de respeto, por adelantarse a los pensamientos del ingeniero” tal cual decía el edicto oficial. Otro, famoso por ser el más fuerte y el menos astuto, caía desfalleciente de cansancio frente al último bloque a medio mover. El resto respiró aliviado y, más de alguno se alegró con envidia, de ver en la debilidad del fuerte, su propia debilidad. Un tercero, planea escapar. Ha juntado algunos víveres, posee un plano imaginario creado cuando fue trasladado hasta el campamento y conoce la rutina de los guardias. Sabe que la mejor hora es a media noche, cuando la luna ilumine los últimos recodos del desierto, caminar lo más rápido que pueda en medio de la nada, para perderse entre las dunas. No le importan los aullidos de chacales o los escorpiones. Confía más en su intuición que en sus miedos. Aunque, en el fondo de su corazón, duda. Todo esto, mientras Naif Gauguarshi, el Mago, observa el atardecer, esperando la llegada de la Luna, mientras las estrellas se reflejan en su rostro. “¿Qué ocurrirá?, ¿qué se dirá?, ¿qué se hará?” hablaban entre ellos y dentro de ellos. Y agregan: “Hemos dejado nueve años en esta pirámide. Nueve años. Todo para verlo volar, cuántos más morirán... La pirámide construí, con mis huesos y piel, para verlo volar, no sé por qué… ¿ahora dónde iré? “Caliente es el viento en el desierto y cierto que el tiempo acabó” piensa el Mago. Se levanta con el último rayo de luz solar. Observa desde la cúspide a los esclavos y, tras un movimiento de su cabeza, los demás entienden lo que es debido. Llegó el momento de saltar. Se levantan los exhaustos, toman la última piedra y la encajan en el espacio designado. Dentro de la pirámide, el Faraón, su familia, séquito, esclavos e ingenieros ven desaparecer el cielo tras la piedra. La Gran Pirámide ha sido construida. “Esto es lo más difícil, lo más difícil” se repite el Mago en su mente. “Volar, volar, volar” la angustia máxima, sus ojos sangran, su corazón también, su frente suda sangre, vomita sangre, por fin siente lo que los esclavos sienten… Los esclavos ven el cuerpo inerte del Mago sobre la arena. Cabeza y abdomen muestran su contenido a los buitres. Amanece. Ha llegado el momento de irse. Por Marcelo D Mogura LB Sé, siento e imagino que ella enciende un cigarro cuando yo lo hago. Es decir, a pesar de la distancia, fumamos juntos. Del humo común (comunhumo) surgen estos árboles, estatuas y lagunas que me rodean. Además, la gente que habla, camina, baila, bebe, toma helados, están ahí, nacidas desde el mismo humo. Busco la estatua del mandinga, no sé donde encontrarla, pero siento que está por ahí. El próximo lo fumamos con él, éste ya se acabó. El último sol de septiembre se retira ya entre aplausos. Pronto llegará el otoño, una primavera y un verano, todos desconocidos... permanecer no será tarea fácil. Una pareja camina abrazada. Los veo e imagino que así caminaremos en algún momento del tiempo. Aquí parece que me multipliqué por cero, que he perdido la gracia y la magia, que vuelvo a nacer. Seguramente a esos dos también les ha ocurrido lo mismo, ahora sé (y no supongo) que no es sencillo recomenzar. Hay momentos también del tiempo, en que la angustia me abruma, pero no ahora. Así que apago la música. No es sencillo tampoco avanzar y ser valiente, parece romántico, pero no es fácil. Una muestra, no es fácil aguantar la tentación y no zampar un helado (1.50). Un tío, contra un árbol, estira sus pies después de correr. Lo comprendo. A los 27 años no se puede perder el tiempo pensando, por lo menos hay que correr y escribir y, si se presenta la oportunidad, dialogar con una mujer. Después de todos los “sufrimientos”, la vida me está dando una nueva oportunidad. Soy como ese niño que veo correr tras su madre “¡qué no me pillas, qué no!” hasta que ella se deja pillar y él se abraza a sus piernas sonriendo.Me levanto para irme, pero la vida vuelve a sorprenderme... ¡el sol ha transformado en oro el banco de enfrente! Su brillo casi me enceguece... ha llegado la hora de irse. |